UNA REFLEXIÓN PERSONAL

Por Luis Villegas Montes
Por Luis Villegas Montes

Hasta hace unos días, a Juan Gabriel sólo lo había escuchado; con estados de ánimo distintos si Usted quiere, con atención, con desdén, con desgana, a las de a fuerza, con nostalgia, con unos traguitos encima, pero sólo lo había escuchado; desde el júbilo desbordante de “Buenos Días Señor Sol” o el “Noa Noa”, hasta la melancolía propia de “Yo no nací para amar”. Entre esos dos extremos hay prácticamente un sinfín de canciones que guardan relación con momentos decisivos de mi vida toda: “No tengo dinero”, “Esta rosa roja”, “Uno, dos y tres”, “Esta noche voy a verla”, “He venido a pedirte perdón”, “Caray”, “Costumbres” (sólo por mencionar algunos de los títulos de los primeros tiempos) o “Adorable mentirosa”, “Abrázame muy fuerte”, “Adiós amor te vas”, “Amor del alma”, “Amor de un rato”, “Amor es amor”, “Ases y Tercia de reyes” o -la inolvidable y sempiterna- “Amor eterno” (sólo para no salir de la letra “a”). Decir que he oído todo Juan Gabriel es decir mucho; decir que soy (fui) su fan, también lo es; pero, a no dudarlo, forma parte de mi bagaje de vida y de esos altibajos emocionales que la hacen parecer montaña rusa.

 

Por no ir más lejos, entre mi hermana Patty y yo había una especie de cuenta pendiente: Ir a verlo juntos alguna vez. Por razones distintas no habíamos podido hacerlo y por fin, el pasado mes de mayo se nos hizo; precisamente, a principios del mes de junio escribí: “Al inicio y a mitad de la semana asistí a sendos espectáculos; el domingo, a ver a Juan Gabriel; el miércoles, a Raphael. ¿Qué le puedo decir? Sobran las palabras. Espléndidos los dos. A su edad, no falta quien les cuestione la calidad de su voz y les reclame que tal vez no sea la de hace 30 o 35 años; pero, ¿a quién le importa? Pocas veces tiene uno la oportunidad de gozar del talento y de la magia que despliega un verdadero artista. Yo no sé qué voy a estar haciendo dentro de 20 o 25 años y ni siquiera tengo una certeza meridiana de continuar vivo; pero sí sé que, de llegar, me gustaría tener la mitad de su brillo, de su enjundia, de su entusiasmo, de su lucidez, de su pleno dominio de la actividad a la que decidieron entregar sus vidas. No voy a describir el desarrollo de la presentación, baste decir que cantaron, cantaron, cantaron; y en el ínter, actuaron y entregaron lo mejor de sí mismos: Con un donaire, una bonhomía, un talento, una generosidad y una capacidad sin límites. Si Usted me constriñe a emplear una sola palabra para describirlos ésta salta a mis labios sin pensarlo: ‘¡Grandes!’. Eso es lo que son ambos; artistas magníficos que no saben de sus límites y son pura pasión, puro ánimo, toda voluntad y toda entrega”.

 

Pero vayamos al punto; empecé estos párrafos escribiendo: “Hasta hace unos días, a Juan Gabriel sólo lo había escuchado; […]”, queriendo decir con ello que había leído muy poco sobre él; en estos días, tras su deceso, un alud de información lo llena todo; me quedo con dos escritos, un breve ensayo del desaparecido Carlos Monsiváis, publicado en su libro Escenas de pudor y liviandad (1988) y un editorial ése sí de fecha recientísima titulado: “No me gusta ‘Juanga’ (lo que le viene guango)”, firmado por Nicolás Alvarado. Por razones distintas los dos me gustaron.

 

Escribe Monsiváis: “Había una vez una ciudad llamada Juárez en la frontera de México con Estados Unidos. Allí vivía un adolescente solitario, ajeno a la política y a la cultura, aficionado irredento de las cantantes de ranchero, de Lola Beltrán y Lucha Villa y Amalia Mendoza la Tariácuri… y ese joven, furiosamente provinciano (cosmopolita de trasmano, nacionalista del puro sentimiento) creaba por su cuenta una realidad musical nomás suya, la síntesis de todas sus predilecciones que no existía en lado alguno, […] de la casualidad de que en el país decenas de miles intentaban lo mismo: componer para hacerse famosos, componer por no hacer arte sino con tal de representar sentimientos y situaciones (enamorarse, desenamorarse, frustrante, narrarle a todos el dolor de no poder contarle a nadie el sufrimiento, desahogar el rencor, aceptar que todo acabó y todo empieza)”.1

 

El escritor da en el clavo; no en eso de que todo mundo quisiera “componer para hacerse famoso”, sino en la necesidad perpetua de los hombres y mujeres de todos los tiempos de representar sentimientos y situaciones: Enamorarse, desenamorarse y “narrarle a todos el dolor de no poder contarle a nadie el sufrimiento”; desahogar el rencor, aceptar que todo acabó y que todo empieza, por un lado; y por otro, en eso de que Juan Gabriel creaba por su cuenta una realidad musical sólo suya, síntesis de todas sus predilecciones y que no existía en lado alguno. No es poca cosa, en un mundo (en un México) saturado de letras y canciones. En uno donde campeaban por sus fueron Agustín Lara, pero todavía más José Alfredo, parecería prácticamente imposible desarrollar un estilo propio sin encasillarse en un género, en una idea, en un leitmotiv; Juan Gabriel la canta a todo, en distintos tonos y de diferente forma: A la alegría, a la tristeza, a la soledad, a la esperanza, a la malquerencia, a la distancia, al deseo, pero sobre todo le canta al amor; al amor en todas sus variables, desde las más luminosas, hasta las más oscuras; e incluso, él -que no era muy formalito en estos trances- le canta a la mujer y la adora y la maldice.

 

Continuará…

 

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