Para Héctor Granados, “La Tortuga”, uno de los mejores papás que conozco; y gracias a quien escribí estas líneas; si no me hubiera dejado plantado en el Denny’s el viernes pasado, no lo habría hecho. Si alguien desea reclamar, reclámenle a él. |
Definitivamente no me acuerdo. Creo que he escrito dos o tres veces sobre el Día de la Madre -este año no lo hice-, he escrito sobre mis hijos, mis nietas, Adriana, Lola, Patty, pero ¿del Día del Padre? No, ne, bú, niet, nej, nee, non, nein, nuncamente, nanay. Parece ser que llegó el día. Ocurrió porque empecé una novela, “Regreso a la Isla del Tesoro”, y en uno de sus párrafos leí: “A cualquier hijo le cuesta imaginar la juventud de su padre: para el hijo, el padre será, normalmente, una criatura de hábitos rutinarios y opiniones sólidas”.1 Ahí nomás decidí escribir este dizque artículo (dirían mis detractores).
Como preámbulo, debo decir que no soy fanático de esas fechas. Por ejemplo, creo que el culto a la madre debería ser un culto doméstico. Uno cuya feligresía esté integrada, única y exclusivamente, por los miembros del propio clan y, tal vez, solo tal vez, por la familia ampliada como abuelos, tíos, etc. La Maternidad, escrito así, con mayúsculas, aunque es el acontecimiento más trascendente de nuestras vidas (sin ella simple y sencillamente no existiríamos), no deja de ser un asunto personalísimo. Por eso los festejos masivos del 10 de Mayo corrompen su esencia. Comercializan y, por ende, trivializan, aquello que más que ocasión de un solitario festejo -y para colmo anual-, debiera ser la jubilosa observancia de un deber permanente y cotidiano. Por eso no entiendo eso de festejar a las “madrecitas”, a nuestras “cabecitas de algodón”, en bola y con bombo y platillo. No entiendo cómo o porqué, ese honrar a la madre deba ir allende del estricto ámbito familiar, más allá de las cuatro paredes de nuestra casa; o peor aún, llegar a ser pasto de hijos arrepentidos, festín de políticos y mercaderes voraces. Es tan absurda la celebración multitudinaria como darles vacaciones “de Semana Santa” a los ateos o a los “Hare Krishna”. “¿No cree en Dios? ¿No cree en la resurrección de Jesús porque ni siquiera cree en Jesús?, hale, a chambear de miércoles a viernes y aquí nos vemos el lunes; yo voy a ponerme doratido a las playas de Cancún, en nombre de nuestro Señor”. Tampoco me queda muy claro eso de andar festejando y felicitando en público a alguien por un acontecimiento de naturaleza más bien privada e íntima. Me recuerda un poco el chiste ese de la muchacha que se sube al autobús y pregunta incrédula si no hay ningún caballero que le ceda el asiento a una dama en estado de gravidez; uno de los pasajeros se levanta de inmediato y la felicita porque no “se le nota nada”; y pregunta curioso: “¿Y cuánto tiene de embarazo?”; “pues como media hora”, es la respuesta de la flamante “mamá”. Pero en fin; allá uno y sus remordimientos.
Aclarado el origen de mi escepticismo, procedo a escribir estas líneas con motivo del Día del Padre. Creo sinceramente que he hecho muchas cosas en la vida; tantas, que puedo afirmar, convencido, que aquello que me falta por hacer no me interesa hacerlo. No ambiciono nada que no posea ya y, las pocas cosas de las cuales carezco con cierta aflicción, no tengo modo de obtenerlas y bien lo sé. Estoy en paz.
Pues bien, de todo lo hecho, de todo lo dicho, de todo lo visto, de todo lo vivido, de todo lo gozado, me quedo con mis tres hijos (Lo único que no cambiaría por nada): Luis Abraham, el mayor, quien me ha regalado dos alegrías que me han hecho sentir una persona distinta (y más vieja por supuesto), en ambas ocasiones: Primero papá y después abuelo; María, quien me ha dado algunos de los momentos de felicidad más significativos de mi existencia toda, empezando por el 6 de junio cuando nació ¡una niña!, y a quien le mando un abrazo apretado y fuerte, con unas alas enormes que lo lleven hasta China; y Adolfo, una de las mejores personas que conozco. Ellos tres son la única razón que ha conseguido mantener atado este manojo de contradicciones que soy; impermeable al miedo; lleno de coraje, si es necesario; la única constante, el único referente de mi vida. En un acto de pública contrición debo decir que a lo mejor no los he sabido querer en lo absoluto, pero también es cierto que los quiero mucho y que me habría gustado ser un mejor padre; más cercano, menos irascible, más comprensivo. Sin embargo, quisiera pensar, consolarme en realidad, que ese cariño lava algunas, si no todas, mis faltas.
En este Día del Padre me felicito a mí, pues. Me felicito y me congratulo de esa condición que me ha deparado, a los largo de todos estos lustros, la felicidad más auténtica, la más duradera, la más vital. Solo por no dejar, felicito también por este medio a todos los papás; bueno, no a todos; solo a esos que con el correr de los años, sienten que sus hijos e hijas, cada uno, es como un brazo, una pierna, un ojo. Para siempre, una parte de sí mismos, la más entrañable y la mejor, sin duda.
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