«Sin Palabras, ¿qué ha pasado con el lenguaje de la política?» es quizás uno de los mejores libros publicados en el 2017. Escrito por el hoy presidente de The New York Times, quien antes fue director de la BBC, así que algo sabe sobre lenguaje político.
Mark Thompson combina el tono confesional y la reflexión profunda con ese compromiso casi patrimonial respecto de la democracia que solo poseen los anglosajones. Su estilo es tan claro como su pensamiento, lo cual no significa simple, porque maneja con soltura una erudición pertinente que le permite remontar la genealogía del nuevo populismo hasta la sofistería antigua, para que el lector constate que todos los peligros están advertidos hace tiempo.
Que la corrupción del lenguaje -la escisión entre el signo y la cosa- precipita la democracia hacia la tiranía es algo que ya identificó Tucídides en la frivolidad ateniense o Salustio en Catilina, célebre populista que tuvo la mala suerte de topar con Cicerón. Pero son Aristóteles y Orwell las referencias más constantes de este libro. El primero porque su división del discurso público en logos (argumento), ethos (carácter del emisor) y pathos (estado de ánimo del receptor) no solo no ha perdido vigencia sino que facilita el diagnóstico: la eficacia emocional ha desplazado el debate racional en nuestras democracias. El segundo, porque desenmascaró la negación del principio de no contradicción que sustenta toda propaganda totalitaria. Y la dictadura no es más que la degeneración de la democracia a través de la demagogia.
Impera el autenticismo, epidemia originada por ese fruto podrido de la Ilustración que fue Rousseau. La hipocresía en la que chapotean los políticos profesionales indigna más que la ineptitud de los antipolíticos, que “al menos dicen las cosas como son” y “se parecen a nosotros”. La hermenéutica de la sospecha que formuló Ricoeur nos ha habituado a la desconfianza, empezando por los propios medios, a los que Thompson no ahorra responsabilidades cuando adoptan la estrategia suicida de la polarización digital en pos de un espejismo de rentabilidad. Las teorías de la conspiración gozan de mayor crédito que las descripciones de hechos interdependientes. Las redes sociales y los algoritmos selectivos atomizan el discurso y blindan la ideología de cada tribu. Las televisiones sesgan inevitablemente la posibilidad misma de la comprensión cuando el espectáculo de la agresividad obstruye el razonamiento con el político. Porque los medios que no le atacan son considerados parte de una trama elitista. Y entretanto instituciones y partidos huyen del combate perpetuando prácticas endogámicas o presiones subterráneas a través de sus spin doctors. Este es el cuadro veraz que pinta Thompson.
Que el ethos importa más que el logos ya lo probó en sus carnes alguien tan racional como Heidegger, a quien el carácter del orador Hitler le llevó a proclamarlo Dasein de Alemania.
Como sentenció uno de los propagandistas del Brexit, “la gente está harta de expertos”. Harta del consenso tecnócrata de posguerra que ha dado la etapa de mayor estabilidad de la historia. Harta incluso de certezas empíricas como las vacunas o el cambio climático. El centro se ha vuelto retóricamente insostenible, aunque sea el territorio del progreso.
Para evitar repeticiones idiotas y trágicas, Thompson no ofrece más antídoto que el uso de la razón: el fomento respetuoso del sentido crítico y la atención humilde a los hechos frente a la contaminación narrativa, ese deseo de relatos excitantes y simplificados que los ciudadanos demandan por costumbre de la publicidad y la televisión.
Se trata de hablar a los votantes como a ciudadanos adultos de una democracia compleja. De perseverar en la defensa de la libertad de expresión frente a los inquisidores identitarios que hoy piden el cierre de Charlie Hebdo y mañana de la misa de doce y pasado del Orgullo gay.
Desandar el paso de la retórica deliberativa al marketing exige una mediación profesional, la aduana periodística sin la cual internet solo es un documento de barbarie (Benjamin). Hoy el millonario sofista Gorgias va ganando a Sócrates. La esperanza depende de la prudencia de una mayoría silenciosa.